jueves, 10 de septiembre de 2009

Julia**

Todos los días sigue el mismo ritual. Se levanta temprano a las 7:20. Se despereza, se lava la cara, se prepara el desayuno, un café bien cargado con unas tostadas o un bollo de chocolate de su pastelería favorita, y un zumo de piña. Después de va al baño y se mete en la ducha. Se lava minuciosamente todo el cuerpo, se enjabona y desenjabona. Cuando sale se embadurna todo el cuerpo con sus cremas, para los pies, para el cuerpo, para el contorno de ojos, para la cara. Se peina, se perfuma y va a vestirse. Piensa muy bien que ponerse, combina los colores, formas, de las faldas, vestidos, blusas, vaqueros, pantalones, con tacones, botas , o zapatos planos y los diversos complementos, pulseras, pendientes, anillos, collares. Todo tiene su sentido para ella, no deja nada al azar, aunque quiera aparentarlo. Ultimamente se maquilla ligeramente, para ocultar las ojeras, para resaltar los ojos, los labios, le gusta echarse colorete.
Se mira en el espejo por última vez antes de salir, coge su bolso (previamente pensado para le combine con todo lo anterior) y se marcha con una sonrisa en la boca.

Se va contenta, imaginando un encuentro casual, fortuito, seguido de una animada conversación.

Llega a su oficina, se sienta delante del ordenador, y trabaja durante 8 horas seguidas, restando la hora de rigor de la comida. Hasta que llega la hora de marcharse a casa, que vuelve despacio, dando un paseo.

Pero nunca le ve, no se cruza con él, ya no coinciden ni en el ascensor, ni en el comedor, ni en el pasillo, ni en la escalera.

Llega a casa, se quita todo lo que tanto primor se puso por la mañana, y piensa enfadada que no se va volver arreglar, que ya no le importa, que tal vez así, le vea.